Discurso del odio: palabras y consecuencias

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por Glenn Postolski

Docente e investigador de la UBA-UNLA,

miembro del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC) y

fue decano de la Facultad de Ciencias Sociales UBA (2013/17)

En febrero de 2004 se crea Facebook, el 21 de marzo de 2006 comienza a funcionar Twitter y WhatsApp en el año 2009.

Ya en las elecciones de 2015 a través de la contratación de Cambiemos a Cambridge Analytica comienza a aplicarse la geolocalización y el incipiente big data en un proceso electoral en la Argentina.

Desde ahí pasamos por dos elecciones de medio término y dos presidenciales (la segunda en curso). Ya las granjas de trolls no son de pertenencia exclusiva de Marcos Peña. Todos los espacios políticos extendieron al territorio virtual nuevas formas de militancia, sentados en una mesa de tahúres tratan de descifrar como el otro usa las cartas marcadas con las que se juega.

Toda información pautada en YouTube con un poco de presteza técnica va a superar los nueve millones de vistas/repeticiones. Hasta que llega un periodista y dice que en dos días el spot de Patricia Bullrich tuvo esa cantidad de visualizaciones y afirma que esto indica un nuevo fenómeno arrollador.

Se conocen los horarios con más tráfico, todos cuentan con una caja de herramientas que aseguran que un contenido a través de Twiter se convierta en tendencia rápidamente, se instalan temas que van a las burbujas de comunidades propias, se incentiva a dar like o retwittearlo. La campaña de ir a hablar a casa por casa a veces se reemplaza y otras se complementa con el mensaje de WhatsApp.

Cuando aparece un mensaje con el cual se disputa, allí baja la orden y aparecen los troleos, la dinámica sincrónica para diluir el discurso del otro. Nada nuevo hasta acá. Lo mismo vienen haciendo los medios de comunicación hegemónicos hace décadas, el territorio en la calle también tiene sus disputas por un cartel o por un mural. Pero aún así percibimos una atmosfera donde algo se modificó cualitativamente. Lo difícil de dilucidar es si surgió del territorio, del accionar de los multimedios y su rol central en la política en el nuevo siglo, o fueron las redes y las lógicas de los algoritmos lo que impulsó un tipo de radicalización discursiva, en donde aquello que nombramos, que puede adquirir formas diferentes pero siempre termina abonando al llamado discurso del odio.

Walter, apenas pasados los 50 años, tiene un trabajo estable con un sueldo que le permite sobrevivir a pesar de la crisis. Cada vez que se conversa de política dice que su mayor anhelo es ver presa a la vicepresidenta. No hace maratones en youtube escuchando a Milei, ni se sumerge en las comunidades de Twitter de JxC, sólo que está convencido que eso es justo. ¿Cuánto operaron las dos décadas de ataques constantes de los multimedios sobre la figura de CFK, especialmente del Grupo Clarín, para despertar ese sentimiento?. ¿Cuánto opera en un joven nacido en la década pasada las hileras de twits con el #chorra?.

Ya no existen fronteras que separen a la información sobre los acontecimientos difundidos por los medios, con el supuesto de la idea de verdad y las noticias maliciosas, las llamadas Fake News, para nuestra modernidad colonizada. Algunas surgen de las tapas de los diarios y se retoman por las redes, otros vienen de los llamados sótanos de la democracia a través de medios digitales que sólo se dedican a las operaciones y el chantaje. Si la propagación de sus mentiras superan un umbral que lo habilita a ser tomado por los medios y terminan como sentencias en los labios de los periodistas mainstream.  

El discurso del odio está ahí, cuando al otro no se lo reconoce como adversario sino que a través de un conjunto de frases se proyecta sobre él la idea de deshumanización, criminalización, cuando se sugiere la eliminación física. Manifestaciones que se sumergen en el universo de palabras cancelatorias, la amenaza permanente «vamos a terminar con el kirchnerismo», cuando no «vamos a exterminar al kirchnerismo» o el festejo de una «argentina sin Cristina». Los discursos no se quedan en el plano discursivo. La pistola dos veces disparada a centímetros del rostro de Cristina Fernández de Kirchner es su máximo ejemplo. (TELAM)

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