Big Data y campañas electorales: ¿qué precio pagamos?

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por Enrique Chaparro

Especialista en Seguridad Informática de la Fundación Vía Libre

(Organización civil que promueve los ideales del software libre y los aplica a la libre difusión del conocimiento y la cultura)

Con intensidad creciente en los últimos años, y en particular luego del escándalo suscitado por la intervención de Cambridge Analytica en el referéndum por el ‘Brexit’ en el Reino Unido y en las elecciones estadounidenses de 2016, vemos con preocupación el empleo de enormes volúmenes de datos sobre las personas e ingentes recursos de cómputo en los procesos electorales, con el fin -al menos pretendido- de «inclinar la balanza» en favor de candidatos o posiciones determinadas. ¿Qué consecuencias tienen estas manipulaciones? ¿Cómo nos afectan?

La idea de operar sobre estos grandes conjuntos de datos es segmentar el electorado en la forma más microscópica, en función de las afinidades y preocupaciones de cada grupo, de modo tal de dirigir un mensaje tan preciso e individualizado que influencie al elector para votar (o no hacerlo) de un modo determinado. Así pues, quien opere para una cierta fuerza política (llamémosle A) procurará determinar qué mensaje es más adecuado para estimular la participación de las personas afines con las posiciones de A realzando los aspectos que luzcan positivos a ese particular segmento de audiencia, desalentar a quienes sean más proclives a votar a sus adversarios B o C magnificando sus aspectos negativos, e inclinar hacia A a quienes aún no hayan tomado una decisión.

No existe consenso científico sobre la efectividad real de estas técnicas para incidir categóricamente en el resultado de una elección. Desde luego, quienes venden estos servicios exagerarán su eficacia; pero es razonable suponer, a la luz de la evidencia, que tienen relevancia en elecciones muy reñidas donde pequeñas diferencias pueden suponer cambios fundamentales del resultado.

Hasta aquí la cuestión no parece particularmente grave. A fin de cuentas optimizar el mensaje, escoger qué debe decirse a quiénes, puede pensarse como una estrategia razonable. El problema está en cómo se construyen y tratan esos grandes volúmenes de datos personales para lograr que la segmentación sea precisa y el mensaje apunte a las cuestiones que resulten más sensibles para sus destinatarios.

Cuando en 1960 una empresa ya desaparecida llamada Simulmatics participó en la campaña que llevó a John F. Kennedy a la presidencia de los Estados Unidos, la cantidad de subconjuntos en que podían dividir a los potenciales votantes era 480. Y lo que procuraban obtener a través de procesos de simulación por computadora era determinar qué elementos de discurso político generarían diferencias favorables; es decir, conclusiones tales como «decir tal cosa hará perder esta proporción de votos del segmento ‘x’, pero eso se compensará con creces ganando votos del segmento ‘y'». Valga recordar que la computadoras más potentes de aquellos tiempos tenían una capacidad de cálculo, memoria y almacenamiento que eran apenas una ínfima fracción de las del más modesto de los teléfonos celulares que usamos hoy, y que tampoco existían medios de comunicación tan específica y sutilmente direccionables como son hoy las llamadas redes sociales para hacer llegar mensajes a medida.

En la actualidad, en cambio, gracias a las trazas que vamos dejando en cada actividad que realizamos en línea (incluyendo nuestras interacciones con otras personas) es posible segmentar nuestras preferencias y aversiones en centenares de miles de categorías. Cada uno de nosotros porta consigo, a todas horas y adonde quiera que nos movamos, un dispositivo que nos localiza con precisión de centímetros y al que confiamos nuestros sentimientos más profundos. Ya no sorprende a nadie que después de mencionar algo en una conversación en línea, o buscar un objeto determinado en la Internet, nos aparezca de inmediato publicidad relacionada. Algunas de estas categorías suenan inocentes, como «Compras previas > Autos > Marcas > Subaru», pero otras implican niveles inconcebibles de invasión de la vida privada como «Salud > Medicamentos > Medicamentos para la depresión» (los ejemplos son reales y surgen de un análisis realizado sobre los 650000 segmentos de audiencia de la plataforma de avisos Xandr).

Nuestros detalles más íntimos, aquellas cosas que solo diríamos a personas en las que confiamos ciegamente, están expuestos. Estamos atrapados en una máquina que aplica las disciplinas de la guerra psicológica a los asuntos de la vida ordinaria, que manipula opiniones, explota la atención, atomiza comunidades, aliena a las personas y socava la democracia. Entonces, la cuestión de fondo se extiende aún más allá de la posibilidad de manipular una cantidad de votos: ¿estamos dispuestos a resignar nuestras libertades y nuestros espacios personales a cambio de un discurso halagador o una oferta oportuna? Como sociedad merecemos darnos una respuesta, antes de que sea demasiado tarde. (TELAM)

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