La Selección, un mundo de buenas sensaciones

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Dicen los sabios de la tribu futbolera que siempre es mejor ajustar el funcionamiento del equipo sobre el mullido colchón de los resultados favorables: desde esa perspectiva, el paso de la Selección por tierras peruanas ofrece superávit por donde se lo examine.

En principio, por tres puntos crocantes que dan una suma auspiciosa en la medida que habrá que ver cuántos ganarán en La Paz y cuántos en Lima.

Después, porque en la carrera de regularidad que suponen unas Eliminatorias de 18 fechas jugadas en un año y medio, ganar seguido o por lo menos perder poco garantizan la consumación del objetivo supremo de clasificar al Mundial.

Si Argentina tuviera la casa llena de problemas, mirar demasiado la casa de los vecinos representaría un camino yermo, un consuelo de tontos o un poco y un poco.

Pero como Argentina cierra el año con tres victorias y un empate, es uno de los dos invictos y el más cercano a Brasil –que desfila y a este paso cosechará el pasaje a Qatar antes que ninguno-, bien se puede gozar de los beneficios de una mirada que pondere lo propio sin dejar de examinar lo ajeno.

Con cuatro fechas, nada más que cuatro, tanto la continuidad de Queiróz en Colombia cuanto la de Reinaldo Rueda en Chile están en entredicho y Paraguay acaba de perder dos puntos con Bolivia y no en el estadio Hernando Siles, de La Paz: en Asunción.

Zanjada la instancia de las sumas y las restas, abrigado el guiño venturoso del “Proyecto Mundial”, entonces sí vaya un módico pantallazo al “Proyecto Equipo”; esto es, a las conclusiones básicas que emanan de una redonda noche de roto y descosido.

Argentina jugó bien y Perú jugó mal.

Argentina se mostró fuerte y fortalecida, Perú se mostró vacilante y endeble como nunca en el ciclo de Ricardo Gareca y se desconoce la existencia de un aparato capaz de medir las fronteras del fenómeno, dónde termina uno y empieza el otro.

¿Qué será jugar bien?

A grandes rasgos, jugar bien es establecer una buena relación con la pelota, con los espacios, con la fluidez, la profundidad y la contundencia y salvo un rato en el primer tiempo y otro rato en el segundo, incluso más efímero, la Selección fue superior a Perú en todos los indicadores.

A Perú y a sí misma, que ahí sí luce un valor adicional.

A despecho de las persistentes dificultades de Leandro Paredes en el rol de mediocampista de contención (escasa pericia en el quite y en el corte por lectura), el equipo se expresó estable en la cohesión entre las líneas, preciso en la secuencia de pases y práctico en el aprovechamiento de sus zonas de entendimiento más profundo.

Por ejemplo: el déficit de Paredes fue compensado por el mismo ex Boca gracias a una apreciable cantidad de habilitaciones certeras, por un ubicuo y crecido Giovani Lo Celso (uno de los dos puntos más altos de la albiceleste), por las adecuadas coberturas de los laterales (terrenales Gonzalo Montiel y Nicolás Tagliafico, pero cumplidores y algo más) y por un control emocional y posicional emanado de primer gol y consolidado con holgura hacia el final de la primera parte y durante casi toda la segunda.

Sin Paraíso a la vista, pero en todo caso con una más nítida presunción de Paraíso que de Infierno y, si se quiere, en una versión más florida que en los partidos precedentes: más celebratoria, pongamos, de la pulcra verba del entrenador Lionel Scaloni.

¿Lionel Messi?

No fue el gestor de la marea alta pero sí el que más la disfrutó e invitó a disfrutarla con toques, pausas y asociaciones, aunque no con pie clínico en las definiciones.

Eso sí: el mejor jugador argentino resultó un Nicolás González, cuya virtud capital no reside en hacer algo extremadamente bien, pero sí todo, o casi todo, en tiempo y forma, solvente y competente.

En definitiva, esta vez sí la Selección supo dar un presente que perfuma el balance de fin de año y merece ser aceptado en calidad de carta de intención con 2021. (TELAM)

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