Elogio de la «rosca» política

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La «rosca» tiene mala prensa. Es, en realidad, una palabra desterrada del diccionario de la «corrección política». Sin embargo, devaluada y hasta a veces bastardeada, alude a una herramienta indispensable para tejer lazos de confianza y construir puentes entre la dirigencia.

La política es diálogo, es confianza, es capacidad de escucha, es convivencia y familiaridad con lo diferente. La política es, esencialmente, un ejercicio de sensibilidad hacia el otro y de comprensión de realidades diversas. A todo eso contribuye lo que suele llamarse la «rosca»; muchas veces despreciada y asimilada con la oscuridad o la politiquería.

 (Foto: El Presidente de la Cámara de Diputados Emilio Monzó, junto a legislador provincial Silvio Bellomio)

Si la «rosca política» es el encuentro entre dirigentes de diversos espacios, si es la inversión de tiempo para generar confianza y achicar distancias, deberíamos
admitir, entonces, que es un formidable lubricante para aceitar los mecanismos de la buena política.

Se ha alimentado, más por especulación marketinera que por vocación transformadora, una grieta entre la «vieja» y la «nueva» política, como si lo viejo estuviera siempre teñido de vicios y lo nuevo fuera invariablemente puro y refrescante. Puede funcionar en el plano de las frases efectistas y de las imágenes simplonas, pero no parece más que un truco de los vendedores de eslóganes.

Desde esa perspectiva, la «rosca» ha quedado como un símbolo de la «vieja política». Y no es la única herramienta que ha sido condenada con la misma ligereza.

En un tiempo en el que el debate público tiende a seguir el ritmo y los espasmos de las redes sociales, y en el que la política se asocia cada vez más a las reglas y los códigos del show y el espectáculo, quizá valga la pena valorar aquellas antiguas y nobles herramientas que ayudan a cultivar los mejores valores del accionar dirigencial.

La buena política (vieja o nueva, pero buena) es aquella que encuentra el equilibrio, calibra los matices y es capaz de conciliar. Es aquella que reconoce los grises, y que no se aferra a dogmatismos ni alimenta fanatismos. La «rosca» simboliza, quizás, esa vocación por explorar lo relativo, por alejarse de los extremos y facilitar los puntos de acuerdo y coincidencia.

Es tan nocivo que la política se encierre en sí misma como que reniegue de sí misma. De esa comprensión depende el equilibrio. Tirar por la ventana todo aquello que el marketing etiqueta como «la vieja política», sería -entre otras insensateces- despreciar el legado de nuestra propia historia y de sus figuras más trascendentes, desde Mitre y Avellaneda hasta Perón y Alfonsín.

En la búsqueda de acuerdos, quizá debamos encontrar otros sustantivos que nos identifiquen y con los que nos sintamos más cómodos. Si tenemos que sacrificar el concepto de «rosca», hagámoslo. Empecemos a hablar de la «búsqueda de confianza política», de «tendido de puentes», de «ejercicios de negociación»… Hagamos un «casting» de nombres más elegantes y sugerentes, si eso combina mejor con la modernidad y las redes sociales. Pero no dejemos de encontrarnos, de invertir tiempo en el diálogo con el otro. No solo con otros dirigentes; también con la militancia, con los jóvenes, con los ciudadanos de a pie, con los concejales y los intendentes de
nuestros pueblos, con los que fueron y los que quieren ser. Hagámoslo con la genuina vocación del diálogo fecundo. No dejemos de hacer política, porque con todas sus imperfecciones, su necesidad de autocrítica y su indispensable renovación es -como la propia democracia- el menos malo de los sistemas.

Reemplazar la «rosca» por los «manuales de instrucciones» sería tan peligroso como cambiar la política por el marketing.

Presidente de la Cámara de Diputados de la Nación

Emilio Monzó

Para LA NACION.

 

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